Va por Sagrario. Y por Almudena…

Historias verdaderas de la Historia – I

Aunque se trataba de ir a recados, la pequeña estaba contenta porque así podría ver más de cerca los camiones militares y a tanta gente extraña, fundamentalmente hombres armados, que habían llegado temprano por la mañana al pueblo. Con sus diez años aún andaba correteando de esa forma en que lo hacen los niños a esa edad: saltando cada dos pasitos, empleando toda esa energía extra que derrochan sin pensar en ello, de forma natural.
Cuando llegó a Casa Bonifacio se frenó en seco, como si de repente algo la obligara a mantenerse rígida como una estatua. ¿Era Sagrario la que estaba allí sentada en el banco, con la mirada perdida y aquel extrañísimo peinado? Parecía tener el cabello rapado, a excepción de dos mechones que caían a ambos lados de la frente, hacia adelante, como si fueran cuernos. ¿Y por qué tenía la cara tan oscura y aquella expresión de sufrimiento? La niña no comprendía la situación; nunca había visto nada semejante.
Cuando pudo recuperarse continuó hasta la tienda, entró como de costumbre, pagó el tabaco de su padre y salió de nuevo.
Una vez afuera se fijó en que también estaba el abuelo de Sagrario, aquel señor mayor, delgado y encorvado que hablaba siempre tan bajito. Uno de los falangistas hablaba con él en aquel momento (la niña sabía distinguir bien entre soldados, milicianos y falangistas, no en vano durante el último año se había acostumbrado a escuchar conversaciones de los mayores en las que salían esos tipos de militares). Le decía que ya tenía que irse, que no se preocupara, que ella subiría más tarde a su casa. El anciano, entonces, se giró y caminó despacito hasta su nieta.
– Sagrario, ¿quies que te deje perres? -dijo con una voz casi inaudible.
– No, güelito, no te preocupes. Vete tranquilo, que no voy a necesitar perres.
La niña se fue de allí con el tabaco a la vez que el abuelo de Dolores, aunque más rápido y pensando en lo que acababa de ver. En realidad, no se le habría de olvidar nunca.
Cuando llegó a su casa, repleta, como siempre, de gente de la familia, notó un ambiente raro y no fue capaz de contar lo que había visto. Veía caras tensas y escuchaba retazos de conversación aquí y allá, frases y expresiones que no lograba conectar para darles un sentido completo. Así, decidió olvidar el asunto e ir caminando hacia la capilla (en aquel camino ya empezaban a brotar las moras, y eso no podía dejarse pasar).
La niña pasó mala noche, pero no fue debido al empacho de fruta silvestre (aunque eso tampoco ayudó), sino a imágenes que la sobresaltaban en sueños: unas botas militares, una niña con cuernos, un anciano rebuscando en el bolsillo de su chaqueta, una mirada perdida, ausente… Cuando ya por fin se despertó quiso aclararse la carita con agua fresca y salir del cuarto compartido con sus tres hermanas para desayunar con alguno más de la casa, si hubiera ya alguien despierto. La casa no tenía puertas, así que, en cuanto se despejó, pudo oír voces casi susurrantes en la parte de afuera. Era extraño, ya que en aquella casa se solía hablar más bien alto, así que se fue acercando despacito sin ser vista.
– Me lo contó Elías, hace un rato. ¡Menudo susto se llevaron! -decía su hermano Rodrigo al otro, Faustino.
– Pero, escucha, ¿dices que bajaben de Ferroñes a Posada a las once de la noche?
– ¡Que sí! Ya te dije que iben a buscar al padre. ¿No ves que un día sí y otru tamién Pío acaba en cualquier chigre sin ver la hora de volver pa casa? Pues ayer bajó a última hora de la mañana pa asentar al nietu en el juzgao, pero como a les tantes no había vuelto, pues Juanita mandó a los fíos a buscalu. Y bajando por la recta fue cuando vieron en lo alto del prao de enmedio dos camiones militares y unos cuantos de la Falange allí arriba.
– ¿Y oyeron tiros?
– Dicen que dos o tres namás. Pero, claro, ¡cogieron les madreñes en la mano y tiraron parriba otra vez cagando leches! ¿Qué ye, que tú no haríes lo mismo?
– No sé, supongo que sí, claro… ¿Y qué fue de Pío?
– Díjome Elías que al final llegó a les tantes a casa, borrachu como siempre. Pero atinó a deciyos que había ido por les caleyes. Que i había dicho Celesto Pinón que taba el ambiente muy revueltu y que era mejor que volviera alejáu de la carretera…
– Esi sabía bien lo que taba pasando, ¡mecagüendios!

La niña sentía que el pulso se le aceleraba porque notaba los latidos ya en la misma sien y su respiración era cada vez más rápida y profunda. Algo en su interior parecía ir creciendo; y no entendía qué podría ser. En ese momento vio cómo, por el otro lado de la casa, llegaba corriendo Visita, una de las modistillas que vivía de alquiler en Casa Bonifacio. Venía muy alterada, con el rostro colorado y una expresión de angustia que alarmaba sólo con verla.
– ¡Faustino, Rodrigo! ¿Oísteis lo del prao de enmedio?
Los chavales se miraron uno al otro sorprendidos.
– ¿El qué, Visita? -dudó Faustino. ¿Qué es, que te encontraste a Elías de camino?
– ¿Qué dices de Elías? -respondió malhumorada. ¡Lo de la cárcova!
– No te entendemos, Visi -dijo ahora Rodrigo, confuso. ¿Qué pasa con la cárcova del prao?
Hubo un silencio expectante, y, cuando la modista se sintió recuperada para hablar, sus palabras surgieron de un modo extraño, lentas y pesadas:
– Encontraron allí a una chica, rapazos. Con dos tiros en la cabeza. Dicen… dicen que ye Sagrario…

El pulso de la niña pareció ahora detenérsele por un momento. Tuvo que mirarse a sí misma para comprobar de verdad que estaba allí mismo y que seguía viva. Intentó repetirse las palabras en su interior para cerciorarse de que las había escuchado porque ya no era capaz de seguir escuchando nada de cuanto sucedía a su alrededor. Pero… ¡si a Sagrario la había visto la otra tarde, allí cerca, sentada en el banco de la tienda! ¿Cómo iba a estar ahora ¡muerta! en un prao fuera del pueblo? ¿Qué le podía haber pasado desde aquel momento hasta la mañana siguiente?
Sin saber cómo, todas aquellas imágenes que la habían sobresaltado durante la noche, se agolparon ahora en su cabeza.

Un súbito pensamiento atenazó a la niña. Sintió como si una idea precisa, clara y rotunda se hubiera convertido en el argumento que todo lo explicaba, sólo que sin palabras. La niña había comprendido de golpe todo lo que había sucedido el día anterior. Y era tan cruel que ni siquiera podía verbalizarse. Sólo se podía, por desgracia, sentir.

Os escribo esto ahora porque la niña me lo contó a mí esta misma semana, a un mes de que ella cumpla noventa y siete añitos.

Comienzo la escritura de pequeñas historias que los mayores de mi familia nunca se habían atrevido a contar abiertamente. Lo hago como pequeñísimo homenaje a gentes que se merecen mucho más y como agradecimiento a Almudena Grandes, quien nos anima aún hoy a recuperar nuestra historia verdadera. Nunca un adjetivo mejor utilizado que el de «interminable». Gracias por tanto, Almudena



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