Sonreír puede salvarte la vida

Historias verdaderas de la Historia – II

Cuando fue preguntado por la historia de siempre Ramonín transformó su permanente sonrisa en una risa suave y rebotona, parecida a la de padrino Antonio, su tío, pero más hueca, sin nada asomando tras ella.

— Pues no me acuerdo de nada, más de lo que cuentan que pasó…

Hace más de ochenta años él estaba allí, en su casa, en el campo. La guerra había terminado y empezaba lo peor, cuando tuvieron aquella visita. Era extraño que alguien se allegara hasta la casería, con el aspecto de abandono y pobreza que mostraba y siendo habitada, que se supiese, solamente por dos personas, la triste María y su rapacín, que apenas hablaba. Por eso, y porque quienes venían lo hacían en vehículo a motor, la alarma aceleró el pulso y aguzó los sentidos de Julio, el tercer habitante, el invisible, quien redujo aún más cualquier signo vital que pudiera delatar su presencia: respiró menos y más despacio, inmovilizó brazos y piernas y se fundió como nunca con las piedras y la tierra que servían de sustrato a la madera y a la paja sobre las que comían y hacían sus necesidades las dos vacas del establo.

—Buenos días nos dé Dios —saludó María cuando los dos camisas azules ya salían lenta y burlonamente del oscuro automóvil, aquel tiznao requisado que tan orgullosos habían conducido iniciando su ronda de intimidación acostumbrada; con su sombrío maquillaje el antes flamante hispanosuiza era, sin duda, el primer aviso que daban sus ocupantes.

—Buenos, María, muy buenos… —contestó parsimoniosamente el primero de ellos, un hombre fibroso y curtido, de tez bronceada y más alto que el otro, aunque pendiente de él como si le cediera cierta autoridad—. ¿Qué tal aguantas este calor con tanto trabajo pa ti sola?

—Hácese lo que se puede, Tino. El chiquillo ayuda algo, pero, probe, a mucho no alcanza…

Ramonín observaba apoyado en la pared de la casa, medio escondiendo su cara en la esquina. Aún así, su sonrisa infantil mostraba sorpresa ante la novedad mientras dirigía la mirada alternativamente hacia el coche y hacia los hombres que acababan de llegar, especialmente al que aún no había hablado, quien, de manera muy pausada y sin mirar a ninguno de los dos, encendió un pitillo y le dio una profunda y sonora calada para, a continuación y mirando el humo que había expulsado hacia arriba, dirigir la mano con el cigarro hacia la mujer y espetarle con voz ronca y casi masticando sus palabras:

—¿Conoces a Julio Bango, mujer?

María escuchó el nombre como si algo hubiera estallado dentro de su cuerpo. Sabía por qué aquellos hombres iban a su casa, pero ni esperaba a aquel desconocido ni lograba entender por qué le preguntaba por su marido de forma tan extraña. Algo no encajaba. Un miedo diferente crecía por momentos en su interior.

—Claro. Es mi esposo… ¡O era! Porque yo ya no sé dónde puede estar. Tanto tiempo fuera de casa… Fue al frente hace mucho y… —trataba de explicar mirando como en una súplica cómplice a Tino, conocido desde la infancia.

—Ya… —interrumpió el hombre— ¡pobre mujer! No sé cómo os las podéis arreglar los tres solos para salir adelante.

El miedo se hizo enorme de repente. María abrió desmesuradamente los ojos y la boca, pero no fue capaz de articular palabra ni parecía tampoco lograr inhalar el aire necesario a pesar de que su pecho se hinchaba y desinchaba con rapidez. Cuando estuvo a punto de poder hablar el falangista volvió a señalarla con los dos dedos que sostenían el pitillo:

—Una mujer, un guaje y otro a punto de salir de esa barriga… ¡Vaya tres para una casería!

Su voz grave dejó salir un breve amago de carcajada antes de esbozar un rictus parecido a una sonrisa burlona y continuar hablando.

—Quizá haya que aliviarte la carga. ¡Guaje…! —y esta vez fijó la mirada en Ramonín.

—¡No! ¡Al chiquillo no i hagáis nada  por favor! —quiso interrumpir sin éxito la madre.

—… ¡vete a buscar la fesoria para tu madre, anda!

El niño salió corriendo al momento y no tardó ni un minuto en regresar con el apero en la mano.

—Muy bien, guaje, muy bien… Dásela, anda, que quiero ver lo bien que trabaja con ella.

El otro camisa azul se acercó para intentar hablar con su superior, pero éste lo frenó a distancia con un gesto de la mano y acercándose a María le dijo al oído: —Ya estás tardando en decirnos por dónde anda Julio. Muy lejos no será… teniendo en cuenta que vino a dejarte un recado… —terminó mientras le acariciaba el vientre.

—¡No, no…! ¡Esto no fue cosa de mi marido! —gritó María desesperadamente. Y sin que el rapacín pudiera oirla, susurrándole al oído con miedo y precipitación: —Fueron otros hombres que vinieron por casa. Llegaron en coche, como vosotros y… y yo, ¡yo no quería…!

—¡Ésta sí que es buena! —rió el oficial apartándola de un empujón— O sea, que además de roja, ¡puta! ¡Poco os pasa a todas! —continuó con aquel tono meloso e insultante— Pues mira… vamos a hacer una cosa… Vas a ponerte a cavar. Y lo vas a hacer hasta que me digas dónde cojones está Julio. Porque si no, ese hoyo que vas a hacer va a ser tuyo para siempre… —y entonces, por primera vez alzó la voz hasta gritar— ¿Me estás entendiendo, puta roja?

La respiración de María se entrecortaba y no le permitía cavar al ritmo habitual, pero aún era peor la del hombre del establo. Julio estaba curtido en muchas batallas y era duro de roer, «gente de sangre» además, según decían sus propios familiares, capaz de lo peor en malas circunstancias; pero la situación era tan dura que sus pulmones apenas lograban realizar bien su función. Tenía la sensación de que perdería la consciencia en cualquier momento. Y peor aún cuando sintió desde su escondrijo hablar a Tino, aquel chaval que ahora era uno de sus enemigos porque un mal día le tocó estar en el otro bando.

—¿Qué te parece si echo otro vistazo a la casería, Amaro? Además, ella bastante tien con lo que tien… Pa mí que diz verdá —dijo bajando la voz—; acuérdate de lo de Sagrario…

—¡Déjate de hostias! Lo del batallón de gallegos fue una burrada, pero aquí tenemos que conseguir encontrar a ese cabrón. Te veo algo blando y yo ya estoy hasta los huevos de toda esta situación —replicó el oficial—. Mira que vamos camino de ser los únicos que no demos ni con un puto rojo…

Tiró con rabia el pitillo al suelo, lo pisó con la bota y caminó unos acelerados pasos hasta enganchar al chiquillo por la pechera.

— ¡A ver, guaje! Tú sabes dónde está tu padre, ¿a que sí?

Ramonín abandonó por primera vez su sonrisa perpetua, aunque sin dejar de mirar a los ojos a aquel hombre y manteniendo un semblante aún extrañamente tranquilo. Y negó con la cabeza.

Nervioso, el falangista apartó al niño con rabia y empezó a moverse cada vez más inquieto caminando desde el coche hasta la casa, desde allí hasta los lugares que Tino iba registrando y de nuevo al coche. Y así, pitillo tras pitillo y recordando cada poco a María que estaba agotando sus últimas oportunidades…

Ella continuaba excavando su propia tumba mientras sollozaba, repetía que no podía saber dónde estaría su marido, ni si seguiría con vida y mirando de tanto en tanto a su hijo, quien no perdía de vista a los hombres que cada vez parecían más angustiados con la situación. —¡Tino! ¡Vamos a ir terminando, mecagüen la pena negra! Hay que marchar… y ya va siendo hora de comer, que aquí poco vamos a rascar por lo que veo —dijo bajando el tono de voz y acariciando la culata del máuser que llevaba al cinto.

Julio, entre tanto, trataba de pensar con algo de claridad, lo que no le estaba resultando nada fácil. Por un lado lo que le pedía el cuerpo era salir y emprenderla a tiros con aquellos cabrones, por otro lado notaba que la situación no avanzaba y quería pensar que ya los falangistas empezaban a dudar. Y luego estaban María y Ramón. ¿Qué sería de ella? ¿Serían capaces de cumplir la amenaza? ¿Se asustaría el chiquillo y les llevaría hasta su escondite? Con todas esas ideas peleando entre sí, con todo ese ruido en su cabeza, de repente, sintió como si el mundo empezara a dar vueltas y un sonido espantoso produjo el silencio absoluto: el portón de la cuadra se había abierto.

Desde la luminosa mañana del exterior entró la claridad iluminando el sombrío y sucio establo. Ramonín, de nuevo con su sonrisa puesta, llevaba a Tino de la mano, ayudándole a entrar sin tropezarse con las herramientas y aperos esparcidos sin sentido por la cuadra. El falangista llevaba cara de asombro, nervioso ante una situación tan imprevista. Julio, desde su posición bajo tierra, no podía ver lo que ocurría, aunque sí era plenamente consciente de que quienes habían entrado estarían prácticamente encima de él si no fuera porque en esa posición estaba una de las escuálidas vacas de la casa. Valoró de nuevo salir y enfrentarse, pero sólo levantar la tabla le llevaría demasiado tiempo y le dejaría en clara desventaja.

Tino, perplejo ante la reacción del chiquillo, esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra de la parte más interna del establo y aprovechó para observar con atención cualquier rastro de trampilla o arcón. Pero Ramonín tironeó de su mano y, obligándole a girar, le hizo ver una pequeña duerna; agachándose buscó detrás de ella y en seguida sacó una bolsa de tela. El falangista se agachó también aún cogido de la mano del rapacín y, sin salir de su asombro, vio cómo el niño le ponía la bolsa en la mano que tenía libre.

A un metro y medio, bajo el suelo, un hombre se debatía medio ahogado por la presión, el calor y el miedo. En un momento dado, con la cabeza a punto de estallar, movió un poco el cuello hacia atrás y una pequeña piedra rodó haciendo algo de ruido. Se quedó de nuevo inmóvil y aguantó la respiración. Arriba, el niño, tirando del adulto que aún no estaba aeguro de salir dando por concluido el registro, se pararon también, asustado uno y sorprendido el otro. Repentinamente, otro sonido volvió a espantar el silencio espeso de la cuadra. Levantando el rabo, una vaca dejó escapar una gran cantidad de orines que acabó con la inquietud de Tino. Definitivamente, allí no había nadie más que ellos dos…

Cuando salieron Amaro ya estaba más que nervioso. La rabia, más bien la ira, le dominaban hasta el punto de encañonar a María, que aún tenía la fesoria en la mano y tenía una pequeña zanja ya bastante excavada. Tino llegó a tiempo hasta su superior.

—Aquí no hay nadie, Amaro. Te lo puedo asegurar. Y mira: el guaje del demonio tenía escondido medio queso y boroña. Coge un cacho, anda. Y vámonos ya.

El oficial no daba crédito. Miró a su subordinado, vio al guaje sonriendo y  por último, contempló la bolsa abierta, a la que, de un manotazo, envió a la zanja. Sin una palabra más enfundó su pistola, dedicó su peor mirada a María y le señaló el coche a Tino.

El tiznao llevaba ya, levantando tanto polvo como furia, a los dos falangistas lejos de la casería, la mujer se sentó llorando sobre la tierra y Ramonín recogió los trozos de queso y boroña para luego ir corriendo hasta el establo. Entró, aparto las vacas, quitó con esfuerzo la pesada y húmeda tabla y llamó:

‐—¡Papa, sal, que ya marcharon!

Julio, entumecido, con la cabeza embotada y empapado en orines y sudor, entornó los ojos para poder filtrar la claridad y lograr ver algo: una sonrisa y un trozo de queso. Ramonín le traía, como cada día, la comida.



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