Un hombre bueno

Dicen que mi abuelo sobrevivió a la represión de la posguerra porque tenía un retrato de Franco. Siempre oí esto en mi casa, desde chaval. Y siempre me pareció algo simple y estúpido (aunque, habida cuenta de lo que voy aprendiendo, en cuestión de estupideces la realidad también supera siempre a la ficción).

Mi abuelo era, esencialmente, un hombre bueno. Educado, empático, prudente y, probablemente lo único que no me gustaba de su carácter, demasiado generoso. Creo que sufrió mucho por pensar primero -y actuar después- en beneficio de otras personas antes que en el suyo propio. Quizá esta cualidad, aún pareciendo positiva, se convierte en problema cuando no se calibra en su justa medida.

Nunca sabré a ciencia cierta qué hay de verdadero en aquello que me contaban. No supe preguntarle cuando debí hacerlo y eso me muerde por dentro. Pero tengo vivencias que me ayudan a entender, así como un puñado de datos familiares. De modo que echando mano de ellos y, por qué no decirlo, de la fantasía literaria que me embarga en los buenos momentos, fabulemos un poco…


Es noche avanzada, pero la luna hace que puedan distinguirse perfectamente los avellanos y chopos de la ribera, a la boca de la cueva. No es buen momento para salir hoy, y eso que a Agustín le encanta esa hora en la que puede dejar la podrida humedad del covarón sin mayor peligro y respirar aire fresco y algo más seco, a pesar de la crecida del río Tuernes. El caudal entra generosamente a estas alturas del año en el obligado refugio, lo que le obliga, cada vez que decide salir de él, a pegarse a las paredes y caminar con precaución por el estrechísimo paso que ha ido construyendo con piedras del lecho del río.

Está algo más contento que los días anteriores, pues, al menos, las hermanas de Macrina, su esposa, se las arreglaron para dejarle unos lápices y papeles con los que matar el tiempo. Son muchas horas ya las que van atascando su mente inquieta y creadora… Aunque no tiene pigmento para dar color, está feliz porque los trazos de carbón sobre el papel le permiten recrear las ramas desnudas que surgen de los retorcidos troncos junto al río. Lo hace en contrapicado, con el resplandor de la luna en el fondo del encuadre. No es lo ideal, pues lo que más le atrae es mostrar los miles de verdes que siempre le dejan absorto antes de pintar sus paisajes favoritos; pero, puesto que en invierno hay menos hojarasca, ahora tiene más sentido dedicarse al dibujo a lápiz. Además, a la fuerza ahorcan, piensa, ya que es lo que único que tiene.

– Ahorcan -se dice  a sí mismo en voz alta, para sobresaltarse al instante escuchando su pensamiento como si cobrara vida propia.

Y es que estos pensamientos son lo único que se puede permitir desde que permanece escondido del ejército nacional, a su vuelta desde las horribles tragedias vividas en Cataluña durante los más de tres meses de combate. No hay más. Ni conversación con otras personas, ni comidas compartidas, ni contacto alguno con otras gentes. Soledad y alerta, esa es su vida desde hace ya una semana.

Su vuelta a casa, penosa y larga, es parte del pasado, aunque constantemente le vienen a la cabeza las mismas escenas: una casa asaltada por un grupo de falangistas, el grupo de mujeres rapadas a su paso por un pueblo en Burgos… y los gritos. Gritos enfervorizados en las calles y gritos de dolor y rabia también provocados por los suyos en la retaguardia. Gritos, en fin. Por eso disfruta saliendo a dibujar, porque el silencio de la noche lo aleja todo: pensamientos y ruidos.

Eso cree. Hasta que un liviano crujido hace que detenga su respiración, que su piel se respigue y sus ojos y oídos presten la máxima atención posible. El movimiento, lento y sumamente cauteloso, de dos personas en la bajada desde el camino que viene del castañeo es inconfundible. Un hombre y una mujer.

El susto inicial da paso a una tensa aunque esperanzada atención. No son los nacionales, pues en ese caso no habría ninguna mujer (salvo que alguna vecina haya optado por delatarle, claro). Lo mejor, piensa, es moverse con sigilo regresando hacia la oscuridad total de la cueva, de espaldas y sin quitar la vista del camino. A fin de cuentas, conoce muy bien los pasos que ha de dar.

Lo hace muy despacio, esperando entre un paso y el siguiente, y siempre con la mirada puesta en la pareja, que parece más preocupada por no caerse durante la bajada o hacer ruido. No le han visto, de eso no hay duda. La cuestión es: ¿qué pintan allí a estas horas de la madrugada?

Ya en la boca del covarón, pegado a su pared interior, trata de distinguir las caras. La luna es nuevamente su aliada. Y no sale de su asombro.

– Esposa… -susurra emocionado con la intención de que le oiga sólo ella- Esposa…

Ella se para de inmediato y levanta del suelo la mirada, aunque su compañero, que va delante, no se percata y continúa dando un par de lentos pasos hacia la ribera que ya están alcanzando. La sonrisa de la mujer alumbra la noche, como si la luna encontrase, por fin, un lugar adecuado para reflejarse.

– Agustín…

Sin poder evitarlo, Macrina adelanta al muchacho que la acompaña dándole un susto de muerte, tanto que casi le hace caer al lecho del río. La felicidad es tanta que ni se da cuenta, porque éste es un instante eterno; es el momento que lleva deseando más de dos años; el que ha imaginado cientos de veces durante esta última semana. Y se funden en un abrazo más hermoso que el imponente paraje que les sirve de marco, más silencioso que la nada y más intenso que cualquiera de las muchas emociones que han sentido en la última etapa de sus vidas.

Juacu los observa en cuclillas, a la orilla del río. Repuesto del empujón que lo desequilibró, se siente feliz y su cara lo expresa. No dice nada. No puede, en realidad, ya que es sordo de nacimiento y no articula bien las palabras, aunque eso no le impide percibir y expresarse con meridiana claridad. La sordera le ha obligado a aprender cómo expresarse de manera clara y concisa con gestos y sonidos aislados, asi como también le ha permitido desarrollar una aguda capacidad de observación. Por eso, tras un breve instante en el que ha disfrutado de la escena del encuentro, ahora observa atentamente cualquier mínimo movimiento a su alrededor. Todo está en calma…

En medio del tranquilo paraje, con el arrullo del agua y el suave mecer de las hojas en el viento, un mundo entero puede verse en el pequeño espacio que alberga dos seres abrazados como si fuesen uno solo. Un universo comprimido en tan poco terreno. Un lugar que parece aislado del resto y del que no parece poder salir nada hacia afuera. Tan sólo puedes verlo. Nada ni nadie puede entrar en él. Al menos hasta que ellos decidan abrirlo un poquito.

Les toma su tiempo. Al abrazo inmenso le siguen los besos. A los besos, las caricias. Los suspiros. Otra vez los besos… y, al fin, las palabras.

– ¿Cómo estás, mi vida? ¿Tienes hambre? Espera… mira, te traigo algo de pan y chorizo. Y manzanas, que este año la pumarada estaba a reventar… Y…

– Calma, calma… Tranquila… -susurró Agustín cogiéndole suavemente la cara entre sus huesudas manos -Estoy bien. Aún tengo parte de lo que me trajeron Josefina y Consuelo, lo estoy racionando. Ya sabes que no soy de mucho comer. Y estos días… estos meses últimos parece que se me fue cerrando el estómago. He visto cosas… he visto cosas que…

– Calla… Calla y olvídate de eso. Estás aquí… ¡Estoy aquí! Mi vida… Estoy aquí… Shshsh… -le dice mientras lo atrae hacia su pecho y lo abraza como a un crío pequeño- Eh…, ¿lloras? No, no, no… tranquilo… ya pasó todo. Mi vida…

Agustín ha roto. Lleva mucho tiempo aguantando. Aunque sus lágrimas ya le aliviaron en otras ocasiones, siempre lo hicieron cuando se encontraba solo, y eran un desahogo más bien de rabia que de otro tipo. Ahora es diferente. Se trata de liberar la angustia, el dolor, la fatiga y la pena.

A las lágrimas y los delicadísimos sollozos que no puede controlar les suceden un amago de risa, que aún tiene parte de llanto en su sonido. Como si todas las emociones se le fusionaron sin control.

– ¿Sabes? -articula entre lloroso y divertido- La historia se repite.

– ¿Qué quieres decir…?

– Que vuelves a salvarme de la misma manera… Que parece que no pasaron los años y vienes a Teatinos, a escondidas a casa de mis padres a traerme algo para comer… y para darnos unos abrazos sin que nos vea nadie… La historia se repite.

– ¡Tonto! -se ríe Macrina- Mira qué se le ocurre al señor Ramiro…

Mientras vuelven a abrazarse convirtiéndose de nuevo en un solo ser, ambos se dejan renovar por dentro recordando los tiempos felices en los que ella le conoció. Un rapaz guapo, diferente, discreto (o tímido) que no se atrevía ni a saludarla, pero que nunca dejaba de mirarla cada mañana que la veía cargando con las lecheras por los barrios de las afueras de Oviedo, vendiendo a las familias ricas que podían permitirse leche fresca para desayunar.

Hasta que ella dio el paso. El día que le chistó y le ofreció un tazón a escondidas, en un callejón de Teatinos que se convertiría en su primer universo compartido.

Después de aquel día se volvieron a encontrar muchas veces. Cada uno dio al otro lo que necesitaba, muchas veces también; se cuidaron. Y, a pesar de la oposición de la familia Ramiro, empujados por su enamoramiento y contagiados del fervor republicano y libertario que se respiraba en el ambiente, contrajeron matrimonio civil. ¡Cómo lo disfrutaron, incapaces de parar de reír al escucharse pronunciar, siguiendo el protocolo, las palabras esposa y esposo! Era la primera vez que las decían, y la única, en toda su vida, de manera oficial…

Quedar en Oviedo no era opción, pero Josefa, la madre de Macrina, el ser con mayor humanidad que nadie hubiera conocido, la mujer que acogía criaturas del hospicio pero jamás las devolvía (como era costumbre, en la mayoría de los casos unos días después de gastar el saco de harina que se les regalaba por ello) les ofreció, por supuesto, vivir en Agüera, en su casería. Además, no le venía nada mal otro hombre para las muchas faenas diarias a las que había que hacer frente. Consuelo y Josefina se encargaban de la casa y la huerta; Juacu y Rogelio (los hospicianos), del ganado y los prados; Macrina, de llevar la leche a vender; y ella, de todo un poco y de vender hortalizas en el Fontán. Porque de Seda (ay, Seda) ya no se sabía nada… El hombre que un buen día llegó de no se sabía dónde, con su elegante pañuelo al cuello, con aires de señor educado, el hombre que no se parecía a ninguno de los gañanes que Josefa hubiera conocido y del que se enamoró perdidamente, el compañero con el que pasó seis maravillosos años y tres partos, el caminante que llegó y se quedó, se fue finalmente del mismo modo.

– ¿Se supo algo de tu padre, al final? -preguntó Agustín con dulzura -¿Cómo está Josefa?

– Mamina está bien. Es fuerte. Y él… él seguro que también, lo que nadie sabe es dónde. Lo que un día tuviera que dejar atrás antes de llegar aquí… No sé, ya sabes lo que pienso, nunca estuvo con nosotros del todo. Siempre pendiente de quien se acercaba por casa, siempre desconfiado… Cada vez que se oía algún revuelo de los mineros o de los sindicatos se ponía nervioso y pasaba horas sin hablar. Yo creo que no le veremos más.

– En estos últimos años pensé muchas veces en él. Me fijaba en cada carreta que veía al pasar y fantaseaba con encontrarlo por fin y charlar con él. Presentarme y decirle lo enamorado que estoy de su hija y…

– Esposo, calla, -espetó ella tapándole la boca con una mano- calla… No estoy preocupada por él. Lo estoy por ti…

Súbitamente la realidad se impuso y, ayudados por la llegada de Juacu a su lado y del abrazo que éste le propinó a Agustín, los dos salieron de su universo privado para sentir juntos de nuevo el ruido del río y el frescor de la noche.

– Tienes que entregarte.

Él se quedó boquiabierto, sin capacidad para articular palabra alguna. Ella aprovechó para continuar.

– Aquí la guerra ya es historia hace más de un año ¡Ganaron, Agustín! Ganaron y ahora son los que mandan. Y sólo hay una manera de seguir la vida: salir y entregarse.

Ya sabía que había perdido la guerra, era consciente de que todo el sufrimiento que había pasado no serviría para nada. Pero… ¡dolía tanto oírlo! ¡Y dolía tanto oírselo a Macrina…!

– Mira… -continuó ella sin dejarle reaccionar- ya son muchos los que se entregaron. Y lo más que les pasó fue que los enviaran a un campo de trabajo. Como a Julio, el minero, el que casó con María la de casa Xastrón, ¿te acuerdas? ¿Te das cuenta de aquel faltosu que siempre andaba tirando los tejos a cualquier rapaza? ¿Aquel que un día amenazó a Huergo con cortarle las botas puestas con un hachu, del fedor que daben los pies del guaje?

– Pero si a ese lo nombraron sargento en la milicia… ¿A ese bruto?

– ¡Sí! Pues, incluso siendo sargento rojo ¡ahí está! Se lo llevaron a un batallón de trabajo al sur, a Andalucía creo, y ya volvió estos días atrás. Tiene que presentarse todos los días en el Cuartel, pero está ya en casa.

– Alguien lo tuvo que avalar… Seguro que algún facha habló bien de él. O se va a cobrar algún favor -dijo negando con la cabeza.

– Pues a ti te va ayudar Don Ramón. ¡De eso me encargo yo! Ya hable con él.

– ¿El cura? Tu sueñas… A ese…

– Calla… -le susurra mientras vuelve a taparle los labios con la mano-. Tenemos que aprender, esposo. La vida sigue, pero vamos a tener que aprender a vivir de otra manera… Y a hablar también de otra manera.

No sale de su asombro. ¿Qué habrá hecho aquella asombrosa mujer para pensar que puede conseguir tal cosa? Desde luego, si hay alguien capaz de lograr algo así, esa es, sin duda ella.

– Por lo pronto -le dice separando poco a poco la mano de su boca- mañana yo voy a ir al Cuartel a decirles que has vuelto, que estás muy delicado de salud por el viaje, que te alistaron a la fuerza y que tú no estas afiliado a ningún sindicato ni partido, y que no has matado a nadie… Además, estuviste siempre en la retaguardia, ¿no? Sabes mucho sobre telegramas, máquinas de escribir y todo eso… Incluso aunque pidan pruebas no tendrías ningún problema en demostrarlo. Y, sobre todo, les diré que Don Ramón hablará por ti.

– ¿Y eso como lo vas a conseguir?

– Ay, esposo… Un estómago agradecido siempre va a favor… Y el de los curas ya sabes… es de los más fáciles de satisfacer -dijo terminando con una sonrisa.

Todo aquello no le convencía totalmente, pero confiaba en ella. Sabía lo audaz y determinada que era. De hecho, ahi estaba uno de los motivos por los que la amaba profundamente.

– Eso sí… -aquí la sonrisa se fue- nos tenemos que casar por la Iglesia… ¿Eso lo entiendes, no? El cura tiene que poder presumir de una conversión delante de todo el facherío. Y a mamina también la va a venir bien eso… por lo de mi padre ya sabes…

La posibilidad de ayudar a Josefa, y de paso al resto de la familia, terminó por convencer a Agustín, a quien le reventaba la idea de plegarse a tanta estupidez.

– Me parece bien -dijo, sin más.

Juacu volvió a abrazarle, esta vez más efusivamente. Y después sacó un papel arrugado del bolsillo y le pidió con un gesto uno de sus lápices. Agustín se lo dio intrigado. Con un esfuerzo nada disimulado Juacu comenzó a garabatear unas letras.

– Mira -intervino ella-, eso no me acordaba de decírtelo. ¿Te acuerdas lo que te costaba enseñarle a escribir? Pues desde que llegaste volvió a intentarlo para enseñarte cómo ha progresado.

Con una tierna sonrisa Agustín se acercó a Juacu y observó lo que estaba escribiendo:

un ombre bueno

– ¿Y eso, Juacu?

Con el lápiz señalando hacia su corazón el muchacho le indicaba claramente lo que quería decir.

– ¡Qué chaval más majo! Pero oye, recuerda… -le interrumpió haciendo gestos con las manos.

Juacu se dio cuenta y colocó la hache inmediatamente.

– ¡Y que eres un hombre muy bueno, sí! Eso también lo voy a decir en el cuartel… -terminó Macrina.

Nuestro hombre bueno también es de lágrima fácil, así que no puede contener de nuevo su emoción antes de abrazarla de nuevo. Y luego al chaval, que inesperadamente y con un gesto algo brusco, como en él es habitual, interrumpió el emotivo momento para sacar otro papel del bolsillo.

Ante la sorpresa de los dos, lo desplegó y se lo entregó a Agustín, que lo miró sorprendido. Se trataba de un panfleto fascista con la cara del Generalísimo Franco.

– ¡Qué buena idea! -dijo ella-. Tenlo contigo. Guárdalo con tus dibujos. Que parezca que de alguna manera ya eres de los suyos…

Los tres se abrazaron por última vez aquella noche, frente a los covarones de Tuernes, y emprendieron camino a la casería. Lo que hubiera de pasar, que pasara.


Agustín fue llevado al día siguiente por un cabo de la Guardia Civil frente al grupo de Falange que se sentaba, junto a Don Ramón, a la mesa que presidía la sala de juicios. Lo cogía por un brazo mientras portaba una serie de papeles en la otra. Cuando fueron a buscarle a Agüera se llevaron consigo todo lo que consideraron que pudiera inculparle de la manera que fuera.

Al llegar a la mesa alargó los papeles, soltó al preso y se retiró un par de pasos atrás. Un escribiente anitaba datos en una tarjeta, lo que trajo a Agustín recuerdos de su labor en los puestos de retaguardia en Cataluña.

Al girar de nuevo el rostro hacia los falangistas les vio hojear documentos pertenecientes al ejército. Y también sus dibujos. Mientras dos de ellos mantenían atención a hojas con listados, otro, con cara de sorprendido le mostraba al cura un dibujo. Se trataba, sin duda, del rostro de Franco, bien trazado a lápiz y carboncillo. En la parte inferior aparecía escrito:

un hombre bueno



2 respuestas a “Un hombre bueno”

  1. Me ha encantado el relato. Eres un artista

    1. Me alegra que te haya gustado. Gracias!!

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